¿De qué le sirve al hombre ganar al mundo entero si se pierde a sí mismo?
Mt 16, 26
monje • monk • moine • monaco • mönch
Los primeros monjes que aparecieron en
Egipto, hacia el siglo III, se marcharon al desierto con el único y auténtico
anhelo de vivir el Evangelio; y de esta forma, unirse a Dios en la intimidad
que brindan la soledad y el silencio. Así, la pregunta clásica que marcaba el
comienzo del itinerario monástico era: «Padre, dime una palabra; ¿cómo me puedo
salvar?». Esta petición no correspondía a ningún afán de conseguir sólo la
salvación después de la muerte, sino a la búsqueda de unos medios que les ayudaran
a huir del pecado y a empezar a vivir la salvación ya en la tierra mediante la
oración, la caridad y la pacificación interior. Es decir, a vivir de acuerdo a
la Palabra de Dios, lo que tiene que ser común a todo bautizado. Por esto,
cualquier regla monástica no es sino una actualización de la Escritura. Así,
todas las prácticas que normalmente se consideran monásticas, tienen que ser
patrimonio de todos los cristianos, a excepción del celibato. Pues es imposible
entrar al Reino de los cielos sin renunciar al dinero, a la fama y a todo lo
que supone un estilo de vivir “pagano”. Del mismo modo, es imposible cumplir el
precepto de la caridad sin un control estricto de las divagaciones del
pensamiento; y no se puede obrar el bien, sin esforzarse a diario por conocer y
cumplir la voluntad de Dios. Es decir, la obediencia a los mandamientos de
Dios, la necesidad de compartir los bienes materiales con los más pobres, la
oración lo más continua posible y el estudio profundizado de la Palabra de
Dios, son obligación de todo cristiano. Y si alguien llega a quejarse por
dichas exigencias, es que no ha leído con atención el Evangelio. Los monjes
pues, no son sino cristianos que quieren ser consecuentes con su fe y viven de
ella con más radicalidad algunos aspectos concretos; con el único fin de que,
en todo cuanto hagan, sea Dios glorificado.