La tranquila serenidad que aparece
aureolar en cualquier eremitorio, morada de Dios, no deja de ser, sin embargo,
la traducción cristiana de un combate espiritual. Quien se hace ermitaño y va a
un lugar solitario, después de abandonar el ruido del mundo, vuelve a
encontrarlo allí, y sobre todo, en sí mismo. Muy pronto reencuentra el ermitaño
en su soledad una profunda solidaridad con sus hermanos de la ciudad, sin
derivativo ni escapatoria. También él tiene que luchar contra los poderes del
egoísmo y del orgullo, contra los principios de división que existen en él. Si
la Iglesia pide que no se le moleste, es porque todas sus fuerzas físicas y
afectivas, las concentra y consagra a librar el único combate del corazón, en
nombre de toda la Iglesia. Oculto en el fondo de un valle o solitario en lo
alto de una colina, el eremitorio está retirado del mundo sólo en apariencia.
Más bien está hundido allí, sin limitación de lugar, arrojado en la tierra para
encontrar su corazón, para desposarse con su ritmo subterráneo. La vida que el
eremitorio ofrece es simplemente el Evangelio en su integridad, podría decirse,
lo que constituye el alma de la Iglesia y el fin de toda vida cristiana; pero
una vida cristiana que favorezca la experiencia de Dios. Así, este marco
solitario retira al monje de lo artificial, de una agitación superficial. Hay
una distancia entre la sociedad de los hombres y él. No es que huya, más bien,
gracias a su separación, libre de ataduras, el monje llega a estar más próximo
a todos, hermano de todos en una profunda comunión que no necesita de signos
superficiales para manifestarse. También se ha desprendido de toda actividad al
servicio de la construcción del mundo; al menos aparentemente, pues en
realidad, y aunque parezca todo lo contrario, no se desinteresa de él.
Sencillamente, su compromiso se dirige, sin intermediarios, a ese lugar preciso
en que el mundo debe ser dado a luz para Dios. Permanece atento al divino e
inmenso deseo que atraviesa a los seres e impulsa a transformar el universo.
Por eso el eremitorio es un lugar
profético, anticipación del mundo realizado en Cristo Resucitado, anuncio
constante de un universo llegado a su plenitud, lleno sólo de caridad y de la
alabanza divina.